sábado, 18 de octubre de 2008

Lectura de Innerarity. Por Laura.


“Cualquier tiempo pasado fue mejor”, osaba afirmar, allá por el siglo XV, Jorge Manrique a la muerte de su padre. Baste este ejemplo para ilustrar la acertada opinión de Daniel Inneraty de que la ilusoria representación del presente como una etapa de transición entre el “ya no” y el “todavía no” no es más que una característica innata de todo tipo de presente. Característica comprensible, en mi opinión, ya que el dolor sólo se sufre en presente. El pasado puede perseguirnos o hacer que nos lamentemos, y el futuro puede ser temido, pero al fin y al cabo todo ello lo seguimos sufriendo en el presente. Como decía San Agustín sólo el presente existe, porque el pasado ya no es, y el futuro aún no ha sido.

Resulta natural que el ser humano, ante la constante inseguridad que ofrece este presente en el que está obligado a circunscribir su existencia, busque aferrarse a cualquier estructura que parezca ofrecer consistencia suficiente para evitar navegar a la deriva. Los hombres necesitan algo en que creer, una luz que guíe su camino hacia el futuro y les señale una dirección para dejar atrás el presente y el dolor que conlleva. Desde este punto de vista el clamor por los valores perdidos se alimentan de la misma necesidad que fenómenos como las teorías conspiratorias, las sectas y la innumerable lista de organizaciones “New Age”. ¿Acaso no se basan muchos de ellos en valores supuestamente perdidos por la sociedad occidental, no apelan igualmente al sentimiento de crisis, no hacen a sus seguidores partícipes de una verdad que explica, y a la vez exonera de culpa, a sus seguidores la causa de que todo no sea perfecto?

La afirmación de que los valores eternos están amenazados por fuerzas oscuras es ideal para satisfacer la necesidad a la que hacemos referencia. En primer lugar, tanto el concepto de valor como el contenido de cada valor concreto son lo suficientemente vagos como para agrupar a una amplia mayoría a su favor. En segundo lugar, aunque no menos importante, quien se atreve a contradecir el argumento de la crisis de valores pasa a estar automáticamente encuadrado en las filas de aquellos que pretenden destruirlos. Por último, es necesario resaltar la gran versatilidad de estos valores, con los que prácticamente todo puede ser explicado. ¿Escandalosos episodios de violencia? Crisis de valores en la sociedad, que impiden el respeto y la concordia que antes reinaban en la sociedad hayan desaparecido. ¿Crisis económica? Causada por la pérdida de valores de los empresarios, que en lugar de actuar como los respetables hombres de negocio de antaño, se han dedicado a la búsqueda del beneficio. ¿Falta de confianza en la política? Crisis de valores de nuestros dirigentes. Respuestas que resultarían ideales si no fuera por el pequeño detalle de que los asesinatos, las crisis económicas y la corrupción política han existido prácticamente desde el principio de los tiempos.

No trato de decir que los valores sean perversos. Son, en mi opinión, conceptos de gran importancia para la sociedad que deben ser respetados y en los que se basan los cimientos mismos de nuestra organización como personas. No debemos olvidar que detrás de cada derecho existe siempre un valor que lo sustenta. Mi crítica va dirigida a una visión inmovilista de los valores, que no acepta desviación alguna, y que puede ser utilizada para justificar cualquier aberración supuestamente sostenida por intangibles, y por ello inatacables, valores irrenunciables. Es en este contexto en el que el recurso a los valores denota la existencia de una cultura política débil, ya que se renuncia al proceso dialéctico que debe caracterizar la construcción política, al menos la democrática, para imponer, inamovibles y monolíticos, una serie de valores aceptados siempre a priori y que no admiten contestación.

Frente a la apelación única a los valores, el autor alza la lógica de los deberes y derechos. Aquí se encuentra la diferencia fundamental entre una y otra concepción de la política: los derechos, que están igualmente fundados en valores, admiten la discusión y la interpretación, admiten el conflicto y la ponderación; y no sólo eso, si no que en el momento en el que pasan a ser derechos, ya han sufrido dicho proceso, cosa que el maximalismo basado en los valores no puede ofrecer.

Ésta cuestión enrama directamente con el problema de la moralización y su legitimidad. En la sociedad global en la que vivimos, queda claro que la capacidad de llevar a cabo un proceso de transformación de la conciencia social colectiva es más cercana que nunca. Los grandes artificios propagandísticos que los estados totalitarios utilizaron durante el siglo pasado empequeñecen ante las posibilidades de manipulación que ofrecen las TICS y Mass Media. Sin embargo, las “campañas de sensibilización” han sido utilizadas por los Gobiernos, y forman ya parte de nuestra vida cotidiana. Ejemplos típicos podrían ser las campañas anti-droga, contra la violencia de género o por la Seguridad Vial. Las Administraciones Públicas, haciendo uso de todos los recursos a su alcance, entre ellos campañas publicitarias por televisión, radio e Internet, concienciación en las escuelas y un largo etcétera, han conseguido que problemas que antes eran dejados de lado sean ahora tenidos en cuenta por la mayoría de la población, con excelentes resultados en muchos casos. ¿De donde procede, sin embargo, la legitimidad para llevar a cabo estas campañas? ¿Dónde termina la sensibilización y comienza la ideologización?

Me parece que la diferenciación entre valores y derechos sigue tomando aquí un importantísimo papel: los derechos, por su naturaleza y legitimación democrática, son el objeto adecuado de este tipo de campañas. Al defender un derecho se defiende el derecho de la persona, en los casos señalados, la salud, la igualdad y la vida. “Defender un valor” suele ser sinónimo de tratar de imponerlo, y no es lo mismo. Evidentemente, la línea que separa uno de otro es tenue, y es necesaria una actuación muy responsable para evitar traspasarla, sin olvidar nunca que estas campañas deben estar sometidas también siempre a la voz soberana de la opinión pública y el debate democrático.

Laura Serrano

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